miércoles, 20 de octubre de 2010

Al fin en casa...


Le podría contar acerca de mi crecimiento en mi casa junto a un padre alcohólico quien le pegaba a mi madre. O le podría contar acerca de cómo era la vida cuando mis padres se divorciaron, o cuando no podía ver a mis hermanos o hermanas porque vivían con mi padre. Le podría dar detalles acerca de ser violada a la edad de 15, o le podría contar acerca de cómo era la vida cuando vivía en una relación abusiva con mi enamorado durante cuatro años. Le podría compartir acerca del dolor de estar embarazada por tres meses y después perder al bebé. Pero en vez de esto, preferiría contarle acerca de cómo estas experiencias me han hecho una persona más fuerte. Le quiero contar acerca de la persona de la cual soy ahora. Yo crecí sin conocer lo que era el amor. Quizás esto era el resultado de la cultura guyanés en que crecí. Nadie nunca me decía que me amaba, ni siquiera mis propios padres. Esto era simplemente algo que nunca conocieron cuando ellos crecieron en sus casas, y por eso yo no lo conocía tampoco. Me sentía como una extraña y la gente siempre me llamaba “la niña flaca y fea”. Creía que esto era porque no era el único varón de mi familia, o porque no era la menor. Simplemente no entendía por qué me trataban así.

Mi familia tenía muchas esperanzas altas en mí, la mayor de todos los hijos. Pero cuando era niña no los entendía. Observé la clase de tratamiento las mujeres recibían en mi familia. Casi no eran seres humanos; eran más bien máquinas que trabajaban pero que nunca hacían las cosas muy bien. Como consecuencia, yo hice lo que me parecía correcto. Era una estudiante ejemplar y siempre había obtenido los puntajes más altos durante casi toda mi secundaria. Y me gradué de la universidad con honores dobles. Sin embargo, esto no bastaba. Esto solo no parecía agradar a mis padres.

Había crecido en la iglesia, pero esto era sólo otro deber más que tenía que hacer. Casi toda la gente de mi familia era “cristiana durante las mañanas de cada domingo” y me prometí a mí misma que tan pronto como pudiera decir “no”, cesaría de asistir. Y tan pronto como me alejé de mi hogar, paré de ir a la iglesia.

Entonces mi vida se llenó de amigos que no necesitaba y las esperanzas que conocía de niña no existían más. Pero esto no era lo que quería.

Lo que cambió mi vida no fue algo extraordinario, pero algo inesperado. Fueron dos comentarios simples: uno de mi hermana menor y otro de mi hermano. Esto sucedió casi cuatro años atrás, pero sigo escuchando las mismas palabras en mi corazón.

Mi hermana me dijo, “Estás buscando amor en todos los lugares equivocados.” Y mi hermano me dijo, “No sé qué haces los viernes y los sábados en la noche, pero quisiera que vinieras conmigo a la iglesia el domingo.”

No podía parar de pensar en esas palabras. Sabía que las palabras de mi hermana eran verdaderas y sabía que tenía que ir a la iglesia, aún si era solamente porque mi hermano me lo había pedido. Ahora podía ver algo diferente en las vidas de mis hermanos, algo que deseaba tener. Ellos tenían paz.

Aprendí que esta paz provenía de sus relaciones con el Padre Celestial que ni hería ni pegaba. Él era un Dios quien conocía todo acerca de ellos: conocía cada herida que ellos habían sufrido, cada gozo y cada secreto. Dios les amaba completamente y había enviado a Su Hijo Jesucristo para que pudiera tener una relación con ellos. Aprendí que Dios me amaba a mí también.

Ese año regresé a la iglesia con una nueva visión. No lo hice por deber u obligación. Era la oportunidad de escoger entregar mi vida a Dios. Hice una oración similar a esta:

“Señor Jesús, quiero conocerte personalmente. Gracias por morir en la cruz por mis pecados. Te abro la puerta de mi vida y te pido que entres en ella como mi Señor y Salvador. Toma el control de mi vida. Gracias por perdonar mis pecados y por darme la vida eterna. Hazme la clase de mujer que deseas de mí.”

Ahora sé que soy creada a Su imagen, y soy perfecta en Sus ojos. Él es el padre y la madre que encuentro en casa. Me escucha, se ríe conmigo, llora conmigo, y me abraza y consuela cuando nadie más puede.

Estoy agradecida al ver hacia atrás y observar la persona quien era, y al ver cómo Dios ha cambiado mi vida estos últimos cuatro años. ¡Es difícil creer que era una persona callada y cerrada, con ninguna motivación o empuje en la vida! Mi corazón está lleno de amor (siempre lo ha estado) pero nunca había podido compartirlo hasta que entregué todas mis dificultades a Dios.

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